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martes, 24 de mayo de 2011

El Falstaff de Andrés Lima

Me gustan las obras de teatro que me dejan dentro comezones. Me interesan las comezones. En estos meses, por una feliz casualidad, he estado leyendo a saltos a Montaigne. Un fragmento me ha hecho volver a Falstaff:
“Propongo una vida baja y sin esplendor, todo es igual. Podemos unir toda la filosofía moral tanto a una vida popular y privada como a una vida de más alta alcurnia; cada hombre encierra la forma entera de la condición humana.”
Esta última frase, “cada hombre encierra la forma entera de la condición humana”, bien podría firmarla un actor, una actriz.
El comentarista de la edición que leo de los Ensayos dice que, seguramente, Shakespeare leyó a Montaigne, y dice también que Harold Bloom considera que Montaigne, Sócrates y Falstaff son maestros. Maestros en el arte de vivir, de gozar plenamente de los placeres naturales, maestros en el arte de considerar que la vida está en todo aquello que nos dicen que no es, por cotidiano y rutinario, por fisiológico: comer, beber, dormir… (sin olvidar el sexo, claro).
Creo que Andrés Lima y Marc Rosich han puesto esto en juego al adaptar los textos de Shakespeare. Las escenas de taberna se alternan con las escenas de la corte, sin darle a esta última mayor relumbrón. Casi todos los actores doblan personajes, esto es, cada actor tiene un rol de taberna y otro de corte, y a medida que transcurre la obra, los personajes de la corte se van volviendo más mezquinos y la taberna se vuelve más y más seductora. Es en ella donde está, de verdad, la vida, donde están los placeres naturales de los que nos habla Montaigne:
            “Cualquier cosa que tome con desagrado me perjudica, y no me perjudica nada de lo que tomo con hambre y alegría; jamás me hizo daño acto alguno que me resultara placentero.”
Creo que el gordo Falstaff estaría totalmente de acuerdo con lo anterior.
Dos personajes mueren en la función: Henry IV y Falstaff. Lloré con la muerte del segundo. Henry IV ha estado enfermo y agonizando toda la obra, si no físicamente, sí en el pensamiento y los actos de todos los que planeaban ocupar su trono. Y cuando muere, a rey muerto, rey puesto. El poder es así. Pero Falstaff es otra cosa. Él ha estado vivo, nos ha enamorado y es insustituible: no hay otro Falstaff que ocupe su lugar. La huida por el patio de butacas de Andrés Lima (el Rumor, intermediario entre la historia y el público, narrador que maneja los hilos) junto al personaje que ama, Falstaff (interpretado maravillosamente por Pedro Casablanc), no es sólo una manera de hacer que siga vivo, no es sólo una amorosa rebelión contra la muerte. El rey Henry V se queda sobre el escenario, pero Falstaff va hacia donde está la vida, hacia donde estamos nosotros. Lejos del poder (y sus traiciones). Falstaff vive entre nosotros, ojalá que en nosotros.
La memoria es algo fluido, no sé a estas alturas si alguna imagen que se me impone de la obra de teatro que quedó en mi memoria es una recreación o no. Se me aparece Raúl Arévalo cuando ha dejado de ser Hal (o Tito) para ser Henry, después de traicionar a Falstaff, solo en la torre/andamio que había a la izquierda. Solo, como nos imaginamos que se deben sentir los poderosos en algún momento. Nosotros, gracias a la obra ya sabemos el por qué: esa soledad es el precio que pagan por una traición (quizá inevitable, vaya usted a saber, a lo mejor allá arriba, en el andamio, no cabe Falstaff. Pero Hal no hizo la prueba).
¿Qué significa Falstaff? ¿Qué me cuenta? Me cuenta lo que somos cuando disfrutamos de la alegría de estar vivos. Eso es lo que traiciona Hal. El mundo de la taberna en el que unos personajes feos, sucios y adorables, interpretados con amor y talento por Carmen Machi, Ángel Ruiz, Rebeca Montero o Rulo Pardo nos muestran la vida con sus manchas y sus ternuras, mugrienta, alegre y real. ¡Cuánta razón tienes, Montaigne, cuando nos dices que “en el trono más elevado del mundo seguimos sentados sobre nuestras propias posaderas”!
“Puesto que corremos el riesgo de errar, arriesguémonos más bien a continuar con el placer”  me dice don Michel. “¡A mí dadme la vida!” me grita Falstaff, que no quiere el honor de la muerte en el campo de batalla. 
Y una no quiere olvidar ese grito alegre. Porque tiene tanta, tantísima razón…

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