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miércoles, 28 de mayo de 2014

El triángulo azul. Constelaciones.

La semana pasada vi dos obras de teatro. Ambas me fascinaron. La primera, El triángulo azul de Laila Ripoll y Mariano Llorente ya no está en cartel, la segunda Constelaciones de Nick Payne, sigue en Kubik Fabrik hasta el 31 de mayo.
Salí de El triángulo azul conmovida, supe que me habían contado una historia importante que era necesario contar. En Constelaciones asistí al soberbio trabajo de interpretación de Inma Cuesta. Narrativas y poéticas diferentes, producciones de diferente tamaño, en ambos casos, simplemente, teatro. Y cuando el teatro funciona, cuando es, sucede lo que me sucedió a mi:  las historias quedan dentro, desde ahora forman parte de eso que llamo yo.
En estos días pienso bastante en la utilidad o inutilidad del arte. Nunca me ha molestado su inutilidad. La vida está llena de maravillas que no son útiles sin las cuales, sin embargo, no vale la pena vivir. ¿Para qué vivir si no se es capaz de reír, disfrutar de la belleza de las nubes, o gozar con el espectáculo cada día renovado del movimiento de la gente en la ciudad? Digo esto y podría decir cualquier otra cosa: hoy, avanzan hacia mi ventana las nubes y en un paseo mañanero me ha sorprendido la ciudad. Pero en El triángulo azul hay más que el misterio de la necesidad de lo inútil: el arte se revela como una forma de conocimiento. Sé que tardaré un tiempo en poner en su sitio todo lo que removió la obra, pero sé también que no volveré a mirar del mismo modo algunas cosas.
Inma Cuevas atrapa mi atención como si tuviera un imán, yo la sigo, sigo lo que me cuentan a través de ella, de su personaje. Me conmuevo con ella y entro en un mundo ajeno, que sin embargo, me acompaña. Cuando salgo de ver Constelaciones estoy menos sola ante el miedo y las adversidades.
Mucho más de lo que pensamos, aprendemos y vivimos imitando. Recomiendo lo que me gusta por eso. Querría algunas veces que todo el mundo viera maravillas que yo he visto: para  imitar lo mejor que hay en el ser humano.

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